viernes, 27 de marzo de 2020

Papa Francisco dona 30 respiradores para enfermos de coronavirus.

El Papa Francisco donó 30 respiradores para que sean distribuidos en los hospitales que atienden a los enfermos de coronavirus, una pandemia que en Italia ha infectado a más de 74.300 personas y provocado la muerte de más de 7.500.

La Limosnería Apostólica informó que “en la tarde de hoy, el Santo Padre ha confiado 30 respiradores adquiridos en los días pasados” para que sean donados “a algunas estructuras hospitalarias en las zonas más golpeadas por la pandemia del COVID-19”.

Los centros de salud que recibirán los respiradores serán determinados en los próximos días, indicó en su comunicado emitido este 26 de marzo.

Desde su aparición en la provincia china de Wuhan en enero, el Papa Francisco ha expresado su cercanía a las personas afectadas por este nuevo tipo de coronavirus.

Asimismo, ha llamado a los sacerdotes a llevar los sacramentos a estas personas y ha convocado a jornadas de oración por el fin de la pandemia, como el rezo del Padre Nuestro ayer 25 de marzo. La semana pasada se unió al rezo del Santo Rosario convocado por los obispos italianos y mañana dará la bendición Urbi et Orbi desde la Plaza de San Pedro.

Francisco también donó hace poco unos 200 litros de leche para las personas necesitadas de Roma y que se han visto afectadas por las medidas restrictivas dictadas por las autoridades para frenar el contagio del COVID-19.

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el nuevo coronavirus ha infectado a más de 460 mil personas, de los cuales más de 20.800 han fallecido.



Bendición Urbi et Orbi. Papa: “la oración es nuestra arma vencedora”


«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos.

Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, propio en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40).

Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38). No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados.

La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad.

Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”.

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, «volved a mí de todo corazón» (Jl 2,12). Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras.

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos, solos, nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere.

El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza.

Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza.

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú nos cuidas” (cf. 1 P 5,7).

miércoles, 25 de marzo de 2020

CORONILLA A SAN MIGUEL ARCÁNGEL.

Coronilla a San Miguel Arcángel



Un día San Miguel Arcángel apareció a la devota Sierva de Dios Antonia De Astónac. El arcángel le dijo a la religiosa que deseaba ser honrado mediante la recitación de nueve salutaciones. Estas nueve plegarias corresponden a los nueve coros de ángeles.
La corona consiste de un Padrenuestro y tres Ave Marías en honor de cada coro angelical.

Promesas
A los que practican esta devoción en su honor, San Miguel promete grandes bendiciones: Enviar un ángel de cada coro angelical para acompañar a los devotos a la hora de la Santa Comunión. Además, a los que recitasen estas nueve salutaciones todos los días, les asegura que disfrutarán de su asistencia continua. Es decir, durante esta vida y también después de la muerte. Aun mas, serán acompañados de todos los ángeles y con todos sus seres queridos, parientes y familiares serán librados del Purgatorio.





+ En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.


Se comienza la Corona rezando, la siguiente invocación:

Dios mío, ven en mi auxilio.
Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre


1. Todopoderoso y eterno Dios, por la intercesión de San Miguel Arcángel y del coro celestial de los Serafines, enciende en nuestros corazones la llama de la perfecta caridad. Amén.

1 Padre Nuestro y 3 Avemarías


2. Todopoderoso y eterno Dios, por la intercesión de San Miguel Arcángel y del coro celestial de los Querubines, dígnate darnos tu gracia para que cada día aborrezcamos más el pecado y corramos con mayor decisión por el camino de la santidad. Amén.

1 Padre Nuestro y 3 Avemarías


3. Todopoderoso y eterno Dios, por la intercesión de San Miguel Arcángel y del coro celestial de los Tronos, derrama en nuestras almas el espíritu de la verdadera humildad. Amén.

1 Padre Nuestro y 3 Avemarías


4. Todopoderoso y eterno Dios, por la intercesión de San Miguel Arcángel y del coro celestial de las Dominaciones, danos señorío sobre nuestros sentidos de modo que no nos dejemos dominar por las malas inclinaciones. Amén.

1 Padre Nuestro y 3 Avemarías


5. Todopoderoso y eterno Dios, por la intercesión de San Miguel Arcángel y del coro celestial de los Principados, infunde en nuestro interior el espíritu de obediencia. Amén.

1 Padre Nuestro y 3 Avemarías


6. Todopoderoso y eterno Dios, por la intercesión de San Miguel Arcángel y del coro celestial de las Potestades, dígnate proteger nuestras almas contra las asechanzas y tentaciones del demonio. Amén.

1 Padre Nuestro y 3 Avemarías


7. Todopoderoso y eterno Dios, por la intercesión de San Miguel Arcángel y del coro celestial de las Virtudes, no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. Amén.

1 Padre Nuestro y 3 Avemarías


8. Todopoderoso y eterno Dios, por la intercesión de San Miguel Arcángel y del coro celestial de los Arcángeles, concédenos el don de la perseverancia en la fe y buenas obras de modo que podamos llegar a la gloria del cielo. Amén.

1 Padre Nuestro y 3 Avemarías


9. Todopoderoso y eterno Dios, por la intercesión de San Miguel Arcángel y del coro celestial de los Ángeles, dígnate darnos la gracia de que nos custodien durante esta vida mortal y luego nos conduzcan al Paraíso. Amén.

1 Padre Nuestro y 3 Avemarías


Se reza un Padre Nuestro en honor de cada uno de los siguientes ángeles:

En honor a San Miguel...
Padre Nuestro

En honor a San Gabriel...
Padre Nuestro

En honor a San Rafael...
Padre Nuestro

En honor a nuestro ángel de la Guarda...
Padre Nuestro

Glorioso San Miguel, caudillo y príncipe de los ejércitos celestiales, fiel custodio de las almas, vencedor de los espíritus rebeldes, familiar de la casa de Dios, admirable guía después de Jesucristo, de sobrehumana excelencia y virtud, dígnate librar de todo mal a cuantos confiadamente recurrimos a ti y haz que mediante tu incomparable protección adelantemos todos los días en el santo servicio de Dios.


V. Ruega por nosotros, glorioso San Miguel, Príncipe de la Iglesia de Jesucristo.
R. Para que seamos dignos de alcanzar sus promesas.


OREMOS

Todopoderoso y Eterno Dios, que por un prodigio de tu bondad y misericordia a favor de la común salvación de los hombres, escogiste por Príncipe de tu Iglesia al gloriosísimo Arcángel San Miguel, te suplicamos nos hagas dignos de ser librados por su poderosa protección de todos nuestros enemigos de modo que en la hora de la muerte ninguno de ellos logre perturbarnos, y podamos ser por él mismo introducidos en la mansión celestial para contemplar eternamente tu augusta y divina Majestad. Por los méritos de Jesucristo nuestro Señor.

Amén.

martes, 24 de marzo de 2020

El Papa dona 100.000 euros a Cáritas Italia para afrontar la emergencia entre los más pobres.

El Papa ha donado 100.000 euros a Cáritas Italia para ayudar a afrontar la emergencia del coronavirus entre las personas más pobres en un momento en el que el gobierno de Giuseppe Conte ha extremado medidas para evitar el contagio, lo que ha provocado una reducción en el número de voluntarios de las asociaciones para la asistencia de los más vulnerables.

La donación se ha llevado a cabo a través del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral. "El Santo Padre de esta manera desea expresar su cercanía espiritual y su aliento paternal a las personas que sufren la actual epidemia y a todos aquellos que cuidan de ellos", señala el dicasterio.


En el texto también se señala que, de esta manera, el Pontífice "desea expresar su cercanía espiritual y su aliento paternal a las personas que sufren la actual epidemia y a todos aquellos que los cuidan". "Esta suma --precisa-- está destinada a sostener los servicios esenciales en favor de los pobres y de los más débiles y vulnerables de nuestra sociedad, como los comedores, los centros de acogida, los dormitorios, los centros de escucha, etc., que las Cáritas diocesanas y parroquiales prestan diariamente en Italia".


Además, el Vaticano no cerrará los servicios de duchas para pobres y seguirá repartiendo comida entre los más necesitados que duermen bajo los portales de Roma pese a la emergencia del coronavirus, si bien ha dispuesto nuevas modalidades de actuación entre los voluntarios por precaución. Así lo anunció el cardenal Konrad Krajewski, principal gestor de la Limosnería Apostólica y brazo derecho del Papa.

jueves, 19 de marzo de 2020

VIDA DE SAN JOSÉ, SEGÚN LAS VISIONES DE LA BEATA ANA CATALINA EMMERICK

San José

José, cuyo padre se llamaba Jacob, era el tercero entre seis hermanos. Sus padres habitaban un gran edificio situado poco antes de llegar a Belén, que había sido en otro tiempo la casa paterna de David, cuyo padre, Jessé, era el dueño. En la época de José casi no quedaban más que los anchos muros de aquella antigua construcción. Creo que conozco mejor esta casa que nuestra aldea de Flamske. Delante de la casa había un patio anterior rodeado de galerías abiertas como al frente de las casas de la Roma antigua. En sus galerías pude ver figuras semejantes a cabezas de antiguos personajes. Hacia un lado del patio, había una fuente debajo de un pequeño edificio de piedra, donde el agua salía de la boca de animales. La casa no tenía ventanas en el piso bajo, pero sí aberturas redondas arriba. He visto una puerta de entrada. Alrededor de la casa corría una amplia galería, en cuyos rincones había cuatro torrecillas parecidas a gruesas columnas terminadas cada una en una especie de cúpula, donde sobresalían pequeños banderines. Por las aberturas de esas cupulitas, a las que se llegaba mediante escaleras abiertas en las torrecillas, podía verse a lo lejos, sin ser visto. Torrecillas, semejantes a éstas había en el palacio de David, en Jerusalén; fue desde la cúpula de una de ellas desde donde pudo mirar a Betsabé mientras tomaba el baño.

En lo alto de la casa, la galería corría alrededor de un piso poco elevado, cuyo techo plano soportaba una construcción terminada en otra torre pequeña, José y sus hermanos habitaban en la parte alta con un viejo judío, su preceptor. Dormían alrededor de una habitación colocada en el centro, que dominaba la galería. Sus lechos consistían en colchas arrolladas contra el muro durante el día, separadas entre sí por esteras movibles. Los he visto jugando en su dormitorio.

También vi a los padres, los cuales se relacionaban poco con sus hijos. No me parecieron ni buenos ni malos. José tendría ocho años más o menos. De natural muy distinto a sus hermanos, era muy inteligente, y aprendía todo muy fácilmente, a pesar de ser sencillo, apacible, piadoso y sin ambiciones. Sus hermanos lo hacían víctima de toda clase de travesuras y a veces lo maltrataban.

Aquellos muchachos poseían pequeños jardines divididos en compartimentos: vi en ellos muchas plantas y arbustos. He visto que a menudo iban los hermanos de José a escondidas y le causaban destrozos en sus parcelas, haciéndole sufrir mucho. Lo he visto con frecuencia bajo la galería del patio, de rodillas, rezando con los brazos extendidos. Sucedía entonces que sus hermanos se deslizaban detrás de él y le golpeaban. Estando de rodillas una vez uno de ellos le golpeó por detrás, y como José parecía no advertirlo, volvió aquél a golpearlo con tal insistencia, que el pobre José cayó hacia delante sobre las losas del suelo. Comprendí por esto que José debía estar arrebatado en éxtasis durante la oración. Cuando volvió en sí, no dio muestras de alterarse, ni pensó en vengarse: buscó otro rincón aislado para continuar su plegaria.

Los padres no le mostraban tampoco mayor cariño. Hubieran deseado que empleara su talento en conquistarse una posición en el mundo; pero José no aspiraba a nada de esto. Los padres encontraban a José demasiado simple y rutinario; les parecía mal que amara tanto la oración y el trabajo manual.

En otra época en que podría tener doce años lo vi a menudo huir de las molestias de sus hermanos, yendo al otro lado de Belén, no muy lejos de lo que fue más tarde la gruta del pesebre, y detenerse allí algún tiempo al lado de unas piadosas mujeres pertenecientes a la comunidad de los esenios. Habitaban estas mujeres cerca de una cantera abierta en la colina, encima de la cual se hallaba Belén, en cuevas cavadas en la misma roca. Cultivaban pequeñas huertas contiguas e instruían a otros niños de los esenios. Frecuentemente veía al pequeño José, mientras recitaban oraciones escritas en un rollo a la luz de la lámpara suspendida en la pared de la roca, buscar refugio cerca de ellas para librarse de las persecuciones de sus hermanos. También lo vi detenerse en las grutas, una de las cuales habría de ser más tarde el lugar de Nacimiento del Redentor.

Oraba solo allí o se ocupaba en fabricar pequeños objetos de madera. Un viejo carpintero tenía su taller en la vecindad de los esenios. José iba allí a menudo y aprendía poco a poco ese oficio, en el cual progresaba fácilmente por haber estudiado algo de geometría y dibujo bajo su preceptor.

Finalmente las molestias de sus hermanos le hicieron imposible la convivencia en la casa paterna. Un amigo que habitaba cerca de Belén, en una casa separada de la de sus padres por un pequeño arroyo, le dio ropa con la cual pudo disfrazarse y abandonar la casa paterna, por la noche, para ir a ganarse la vida en otra parte con su oficio de carpintero. Tendría entonces de dieciocho a veinte años de edad.

Primero lo vi trabajando en casa de un carpintero de Libona, donde puede decirse que aprendió el oficio. La casa de su patrón estaba construida contra unos muros que conducían hasta un castillo en ruinas, a todo lo largo de una cresta montañosa. En aquella muralla habían hecho sus viviendas muchos pobres del lugar. Allí he visto a José trabajando largos trozos de madera, encerrado entre grandes muros, donde la luz penetraba por las aberturas superiores. Aquellos trozos formaban marcos en los cuales debían entrar tabiques de zarzos.

Su patrón era un hombre pobre que no hacía sino trabajos rústicos, de poco valor. José era piadoso, sencillo y bueno; todos lo querían. Lo he visto siempre, con perfecta humildad, prestar toda clase de servicios a su patrón, recoger las virutas, juntar trozos de madera y llevarlos sobre sus hombros. Más tarde pasó una vez por estos lugares en compañía de liaría y creo que visitó con ella su antiguo taller.

Mientras tanto sus padres creían que José hubiese sido robado por bandidos. Luego vi que sus hermanos descubrieron donde se hallaba y le hicieron vivos reproches, pues tenían mucha vergüenza de la baja condición en que se había colocado. José quiso quedarse en esa condición, por humildad; pero dejó aquel sitio y se fue a trabajar a Taanac, cerca de Megido, al borde de un pequeño río, el Kisón, que desemboca en el mar. Este lugar no está lejos de Afeké, ciudad natal del Apóstol Santo Tomás. Allí vivió en casa de un patrón bastante rico, donde se hacían trabajos más delicados.

Después lo vi trabajando en Tiberíades para otro patrón, viviendo solo en una casa al borde del lago. Tendría entonces unos treinta años. Sus padres habían muerto en Belén, donde aún habitaban dos de sus hermanos. Los otros se habían dispersado. La casa paterna ya no era propiedad de la familia, que quedó totalmente arruinada.

José era muy piadoso y oraba por la pronta venida del Mesías. Estando un día ocupado en arreglar un oratorio, cerca de su habitación, para poder rezar en completa soledad, se le apareció un ángel, dándole orden de suspender el trabajo: que así como en otro tiempo Dios había confiado al patriarca José la administración de los graneros de Egipto, ahora el granero que encerraba la cosecha de la Salvación habría de ser confiado a su guardia paternal. José, en su humildad, no comprendió estas palabras y continuó rezando con mucho fervor hasta que se le ordenó ir al Templo de Jerusalén para convertirse, en virtud de una orden venida de lo Alto, en el esposo de la Virgen Santísima.

Antes de esto nunca lo he visto casado, pues vivía muy retraído y evitaba la compañía de las mujeres.

domingo, 8 de marzo de 2020

TOTUS TUUS.

Testimonio de cardenal Giovanni Coppa

«El amor de Juan Pablo II a la Virgen fue un amor ilimitado. Nunca dejó pasar una ocasión para hablar de María. Le dedicó la encíclica Redemptoris Mater: de hecho, la redención fue el hilo conductor de su magisterio petrino. Además, la honró no solo con su ministerio de Sumo Pontífice, sino también de muchas otras formas.

Desde el inicio quiso rezar durante muchos años el rosario cada primer sábado del mes, junto con los fieles en el Vaticano. Con su creatividad inagotable enriqueció el rosario con los misterios de luz. Y ya casi al final del pontificado, celebró el Año del rosario, que tuvo muchos frutos de devoción y de renovación espiritual. Recuerdo también sus peregrinaciones a Lourdes y a Fátima. En cada uno de sus viajes, además, programó una visita a los santuarios marianos más importantes del mundo. Sé con cuánto deseo quería que una imagen de la Virgen se destacara en la basílica Vaticana, donde por lo demás existen estupendas capillas dedicadas a ella. Y quiso que al menos el palacio apostólico mostrara una imagen de la Virgen, que se eleva, alta y maternal, sobre la plaza de San Pedro.

Todos saben que el lema que escogió antes de su ordenación episcopal es Totus tuus. El futuro Papa tomó estas palabras de la oración de un gran santo mariano, Luis María Grignion de Montfort»[1], quien a su vez lo tomó de San Buenaventura (o del pseudo). «Pues bien, el Papa no solo rezaba cada día aquella oración, sino que es­cribía un pasaje de ella sobre cada página de los textos autógrafos de sus homilías, de sus discursos, de sus encíclicas, en la parte superior derecha de la hoja. En la primera página ponía el inicio de la oración:

Totus tuus ego sum,
“Yo soy todo tuyo, María”;

en la segunda, Et omnia mea tua sunt,
“Y todas mis cosas son tuyas”;

en la tercera, Accipio Te in mea omnia,
“Te acojo en todas mis cosas”;

en la cuarta, Praebe mihi cor tuum,
“Dame tu corazón” [2].

Y así proseguía en cada página, repitiendo, si era necesario, cada invocación, hasta el fin del texto. En los archivos de la Secretaría de Estado se encuentran miles de estas páginas, donde Juan Pablo II manifestó de modo tan íntimo y conmovedor su amor a la Virgen.

Este amor ilimitado a María nacía del amor que sentía por Cristo. Amar a Jesús es el fulcro de toda nuestra vida. Y si esto es verdad para todo cristiano, tanto más lo es para el Papa. Es algo tan obvio, que podría parecer inútil destacarlo. Pero lo refiero porque tengo un recuerdo especial, que atañe a la última visita apostólica que Juan Pablo II realizó en 1997 a la República Checa.

Ya había ido a Checoslovaquia en 1990, recién caído el muro de Berlín, visitando Praga, Velehrad y Bratislava. En 1995 fue por segunda vez, visitando Praga, en Bohemia, y Olomouc, en Moravia. Ya estaba sufriendo. Comenzaba a llevar el bastón y bromeaba sobre éste con los jóvenes, siempre entusiastas de reunirse alrededor de él. Pero todavía estaba en forma, hasta el punto de subir las escaleras sin ascensor.

La primera noche, después de la llegada y la cena con los obispos, se dirigió a la capilla ante al Santísimo. Las religiosas le habían preparado un gran reclinatorio, pero él prefirió rezar en el banco. Yo lo acompañé, esperando fuera de la capilla. Al día siguiente, por la tarde, no pude acompañarlo a la capilla, a causa de compromisos y llamadas urgentes. Llegué después, cuando ya estaba arrodillado. Antes de entrar escuché una especie de música que no se distinguía, y cuando abrí silenciosamente la puerta, escuché que, arrodillado en el banco, cantaba en voz baja ante al sagrario. El Papa cantaba en voz baja ante Jesús Eucaristía: el Papa y Cristo en la Hostia, Pedro y Cristo. Para mí fue algo conmovedor, una llamada muy fuerte a la fe y al amor por la Eucaristía, y a la realidad del ministerio petrino. No he olvidado jamás aquel débil canto, que era como un coloquio de amor con Cristo. Una sola vez he contado este episodio, en la República Checa, pero conviene que se conozca, mucho más ahora que se acerca su beatificación, porque muestra magníficamente que debemos tener un vínculo siempre vivo, íntimo y profundo con Jesús, vivo en la Eucaristía. Y demuestra, en grado superlativo, que Juan Pablo II fue verdaderamente un enamorado de Cristo.

Por último, quiero destacar el amor de los pueblos eslavos por el Pontífice polaco. En 1990 fui enviado a Checoslovaquia, que dos años después se dividió pacíficamente en dos Estados, la República Checa y Eslovaquia. Este fue el mayor regalo que me hizo Juan Pablo II, después del de haberme ordenado obispo. Recuerdo que, en la víspera de mi partida para Praga, lo vi en el helipuerto vaticano, de regreso de una visita a una diócesis italiana, y le dije: “Santo Padre, mañana parto, y finalmente veré yo también en Eslovaquia sus montes Tatra”. Pero él, sonriendo cordialmente, me dijo. “¡Oh! ¡Los Tatry son mucho más bellos desde la vertiente polaca que desde la eslovaca!”. La experiencia como nuncio apostólico fue la más intensa que yo haya realizado. En esos años, pude palpar cuánto amaba al Papa el pueblo checo y eslovaco, comenzando por las autoridades. El presidente Havel me dijo dos veces que Juan Pablo II había desempeñado un papel fundamental en la caída del comunismo: “Ciertamente” sostenía “hubo también otras causas para la victoria de la libertad sobre el comunismo, pero, sin él, el resultado no habría sido así de repentino e inesperado”. Otras veces me dijo que sus coloquios con el Papa eran siempre muy informales y cordiales: “Él habla en polaco, yo en checo, y nos entendemos muy bien”.

Lo que le atraía la simpatía de todos era el hecho de que fuera el primer Papa eslavo de la historia. La gente, que durante cuarenta años había sido trastornada por la propaganda atea, comenzaba a comprender qué era la Iglesia, qué misterio de comunión y de fraternidad ha traído a los hombres juntamente con la fe en Dios y el amor de Cristo, negados durante un tiempo tan largo. También por esto, Juan Pablo II fue un gran don de Dios a la Iglesia y a la humanidad»[3].

Juan Pablo II fue un gran cantor de todas las Glorias de la Santísima Trinidad y de todas las glorias de Jesús y de María. ¡Lo oímos cantar tantas veces! Recuerdo cuando cantó el prefacio en la Misa de inauguración del pontificado: ¡fue emocionante! Los cantos que grabó en un hermoso CD. Cuando lo hizo dos veces en la reunión con los jóvenes en Lvov (Ucrania) cantando a la lluvia y al sol. Y ahora tenemos el testimonio del cardenal Coppa acerca de su sutil canto ante el Sagrario.

Se canta en nuestro poema nacional argentino:

«Cantando me he de morir

Cantando me han de enterrar,

Y cantando he de llegar

Al pie del eterno Padre:

Desde el vientre de mi madre

Vine a este mundo a cantar»[4].

 

El Santo Padre nunca dejará de cantar: «Canta un cántico nuevo frente del trono» (Cf. Ap 14, 3) y «canta el cántico del Cordero» (Cf. Ap 15, 3). No callará nunca, porque sabe que si callase se seguirían efectos muy tristes, como dice un canto:

«Si se calla el cantor calla la vida,

porque la vida, la vida misma es todo un canto;

si se calla el cantor, muere de espanto,

la esperanza, la luz y la alegría.

Si se calla el cantor se quedan solos

los humildes gorriones[5] de los diarios,

los obreros del puerto se persignan

quién habrá de luchar por su salario.

HABLADO

Que ha de ser de la vida si el que canta

no levanta su voz en las tribunas

por el que sufre, por el que no hay

ninguna razón que lo condene a andar sin manta.

Si se calla el cantor muere la rosa,

¿de qué sirve la rosa sin el canto?,

debe el canto ser luz sobre los campos

iluminando siempre a los de abajo.

Que no calle el cantor porque el silencio

cobarde apaña la maldad que oprime,

no saben los cantores de agachadas

no callarán jamás de frente al crimen.

HABLADO

Que se levanten todas las banderas

cuando el cantor se plante con su grito

que mil guitarras desangren en la noche

una inmortal canción al infinito.

Si se calla el cantor… calla la vida»[6].