Testimonio de cardenal Giovanni Coppa
«El amor de Juan Pablo II a la Virgen fue un amor ilimitado. Nunca dejó pasar una ocasión para hablar de María. Le dedicó la encíclica Redemptoris Mater: de hecho, la redención fue el hilo conductor de su magisterio petrino. Además, la honró no solo con su ministerio de Sumo Pontífice, sino también de muchas otras formas.
Desde el inicio quiso rezar durante muchos años el rosario cada primer sábado del mes, junto con los fieles en el Vaticano. Con su creatividad inagotable enriqueció el rosario con los misterios de luz. Y ya casi al final del pontificado, celebró el Año del rosario, que tuvo muchos frutos de devoción y de renovación espiritual. Recuerdo también sus peregrinaciones a Lourdes y a Fátima. En cada uno de sus viajes, además, programó una visita a los santuarios marianos más importantes del mundo. Sé con cuánto deseo quería que una imagen de la Virgen se destacara en la basílica Vaticana, donde por lo demás existen estupendas capillas dedicadas a ella. Y quiso que al menos el palacio apostólico mostrara una imagen de la Virgen, que se eleva, alta y maternal, sobre la plaza de San Pedro.
Todos saben que el lema que escogió antes de su ordenación episcopal es Totus tuus. El futuro Papa tomó estas palabras de la oración de un gran santo mariano, Luis María Grignion de Montfort»[1], quien a su vez lo tomó de San Buenaventura (o del pseudo). «Pues bien, el Papa no solo rezaba cada día aquella oración, sino que escribía un pasaje de ella sobre cada página de los textos autógrafos de sus homilías, de sus discursos, de sus encíclicas, en la parte superior derecha de la hoja. En la primera página ponía el inicio de la oración:
Totus tuus ego sum,
“Yo soy todo tuyo, María”;
en la segunda, Et omnia mea tua sunt,
“Y todas mis cosas son tuyas”;
en la tercera, Accipio Te in mea omnia,
“Te acojo en todas mis cosas”;
en la cuarta, Praebe mihi cor tuum,
“Dame tu corazón” [2].
Y así proseguía en cada página, repitiendo, si era necesario, cada invocación, hasta el fin del texto. En los archivos de la Secretaría de Estado se encuentran miles de estas páginas, donde Juan Pablo II manifestó de modo tan íntimo y conmovedor su amor a la Virgen.
Este amor ilimitado a María nacía del amor que sentía por Cristo. Amar a Jesús es el fulcro de toda nuestra vida. Y si esto es verdad para todo cristiano, tanto más lo es para el Papa. Es algo tan obvio, que podría parecer inútil destacarlo. Pero lo refiero porque tengo un recuerdo especial, que atañe a la última visita apostólica que Juan Pablo II realizó en 1997 a la República Checa.
Ya había ido a Checoslovaquia en 1990, recién caído el muro de Berlín, visitando Praga, Velehrad y Bratislava. En 1995 fue por segunda vez, visitando Praga, en Bohemia, y Olomouc, en Moravia. Ya estaba sufriendo. Comenzaba a llevar el bastón y bromeaba sobre éste con los jóvenes, siempre entusiastas de reunirse alrededor de él. Pero todavía estaba en forma, hasta el punto de subir las escaleras sin ascensor.
La primera noche, después de la llegada y la cena con los obispos, se dirigió a la capilla ante al Santísimo. Las religiosas le habían preparado un gran reclinatorio, pero él prefirió rezar en el banco. Yo lo acompañé, esperando fuera de la capilla. Al día siguiente, por la tarde, no pude acompañarlo a la capilla, a causa de compromisos y llamadas urgentes. Llegué después, cuando ya estaba arrodillado. Antes de entrar escuché una especie de música que no se distinguía, y cuando abrí silenciosamente la puerta, escuché que, arrodillado en el banco, cantaba en voz baja ante al sagrario. El Papa cantaba en voz baja ante Jesús Eucaristía: el Papa y Cristo en la Hostia, Pedro y Cristo. Para mí fue algo conmovedor, una llamada muy fuerte a la fe y al amor por la Eucaristía, y a la realidad del ministerio petrino. No he olvidado jamás aquel débil canto, que era como un coloquio de amor con Cristo. Una sola vez he contado este episodio, en la República Checa, pero conviene que se conozca, mucho más ahora que se acerca su beatificación, porque muestra magníficamente que debemos tener un vínculo siempre vivo, íntimo y profundo con Jesús, vivo en la Eucaristía. Y demuestra, en grado superlativo, que Juan Pablo II fue verdaderamente un enamorado de Cristo.
Por último, quiero destacar el amor de los pueblos eslavos por el Pontífice polaco. En 1990 fui enviado a Checoslovaquia, que dos años después se dividió pacíficamente en dos Estados, la República Checa y Eslovaquia. Este fue el mayor regalo que me hizo Juan Pablo II, después del de haberme ordenado obispo. Recuerdo que, en la víspera de mi partida para Praga, lo vi en el helipuerto vaticano, de regreso de una visita a una diócesis italiana, y le dije: “Santo Padre, mañana parto, y finalmente veré yo también en Eslovaquia sus montes Tatra”. Pero él, sonriendo cordialmente, me dijo. “¡Oh! ¡Los Tatry son mucho más bellos desde la vertiente polaca que desde la eslovaca!”. La experiencia como nuncio apostólico fue la más intensa que yo haya realizado. En esos años, pude palpar cuánto amaba al Papa el pueblo checo y eslovaco, comenzando por las autoridades. El presidente Havel me dijo dos veces que Juan Pablo II había desempeñado un papel fundamental en la caída del comunismo: “Ciertamente” sostenía “hubo también otras causas para la victoria de la libertad sobre el comunismo, pero, sin él, el resultado no habría sido así de repentino e inesperado”. Otras veces me dijo que sus coloquios con el Papa eran siempre muy informales y cordiales: “Él habla en polaco, yo en checo, y nos entendemos muy bien”.
Lo que le atraía la simpatía de todos era el hecho de que fuera el primer Papa eslavo de la historia. La gente, que durante cuarenta años había sido trastornada por la propaganda atea, comenzaba a comprender qué era la Iglesia, qué misterio de comunión y de fraternidad ha traído a los hombres juntamente con la fe en Dios y el amor de Cristo, negados durante un tiempo tan largo. También por esto, Juan Pablo II fue un gran don de Dios a la Iglesia y a la humanidad»[3].
Juan Pablo II fue un gran cantor de todas las Glorias de la Santísima Trinidad y de todas las glorias de Jesús y de María. ¡Lo oímos cantar tantas veces! Recuerdo cuando cantó el prefacio en la Misa de inauguración del pontificado: ¡fue emocionante! Los cantos que grabó en un hermoso CD. Cuando lo hizo dos veces en la reunión con los jóvenes en Lvov (Ucrania) cantando a la lluvia y al sol. Y ahora tenemos el testimonio del cardenal Coppa acerca de su sutil canto ante el Sagrario.
Se canta en nuestro poema nacional argentino:
«Cantando me he de morir
Cantando me han de enterrar,
Y cantando he de llegar
Al pie del eterno Padre:
Desde el vientre de mi madre
Vine a este mundo a cantar»[4].
El Santo Padre nunca dejará de cantar: «Canta un cántico nuevo frente del trono» (Cf. Ap 14, 3) y «canta el cántico del Cordero» (Cf. Ap 15, 3). No callará nunca, porque sabe que si callase se seguirían efectos muy tristes, como dice un canto:
«Si se calla el cantor calla la vida,
porque la vida, la vida misma es todo un canto;
si se calla el cantor, muere de espanto,
la esperanza, la luz y la alegría.
Si se calla el cantor se quedan solos
los humildes gorriones[5] de los diarios,
los obreros del puerto se persignan
quién habrá de luchar por su salario.
HABLADO
Que ha de ser de la vida si el que canta
no levanta su voz en las tribunas
por el que sufre, por el que no hay
ninguna razón que lo condene a andar sin manta.
Si se calla el cantor muere la rosa,
¿de qué sirve la rosa sin el canto?,
debe el canto ser luz sobre los campos
iluminando siempre a los de abajo.
Que no calle el cantor porque el silencio
cobarde apaña la maldad que oprime,
no saben los cantores de agachadas
no callarán jamás de frente al crimen.
HABLADO
Que se levanten todas las banderas
cuando el cantor se plante con su grito
que mil guitarras desangren en la noche
una inmortal canción al infinito.
Si se calla el cantor… calla la vida»[6].